Resulta realmente arduo, complejo, y sin precedentes intentar hablar del día mundial de la salud mental, en un momento donde toda la arquitectura intersubjetiva, social y simbólica se vio trastocada tras dos años de encierro mundial. Los pilares que sostenían a lo común, se derrumbaron, y pareciera que toda posible reconstrucción es a partir de preguntas.
Se han puesto en juego numerosas dislocaciones acerca de los espacios cotidianos, pérdida de coordenadas, de certidumbres acerca del funcionamiento del mundo. Y aún más, en Chile hemos vivido esta situación como una suerte de doble trauma: en un primer momento el estallido social, donde una suma de malestares aprehendidos se puso en juicio llevado a acto, acto cargado de justicia pero al mismo tiempo de dolor.
Ocurrió la gran irrupción del reconocimiento acerca del conjunto de desigualdades e injusticias, experimentados en los modos de vivir durante los últimos 30 años. Se quitó el velo a esa especie de ficción de bienestar, de “oasis de América Latina”, se descolocó toda apariencia de orden mediante un quiebre. Se levantó un territorio para denunciar prácticas contra la indignidad cotidiana. No obstante, toda expectativa de retomar este “despertar” se vio truncado en una especie de mal chiste, por el letargo del mundo, el repliegue a partir de un virus que se propagaba como las peores pestes de la historia.
Si pensamos por un momento en la ya clásica definición que la OMS hace de la salud como un “estado de completo bienestar(…)”, queda de manifiesto la imprecisión y mezquindad a la hora de traerla hasta este momento, 2021, momento de reapertura a cierto “nuevo mundo” o “nuevo Chile” en nuestro panorama local, que no sólo comporta el fin del encierro sino además, una posterioridad sobre el estallido social.
Ha quedado más que claro, las deplorables condiciones de y para la salud mental en nuestro país. Recuerdo un cartel que se volvió muy popular durante el estallido social que rezaba “no era depresión, era capitalismo”. En las calles quedaba al descubierto que las condiciones vitales, a nivel de las prácticas laborales, políticas de vivienda, carestía del transporte, entre otras, se traducían en una situación funesta para la salud mental de lxs chilenxs. Lo más terrible de todo es la ausencia de voluntades para efectuar políticas públicas respecto a la prevención, el tratamiento, la disponibilidad y el acceso general a la salud mental.
Recién el 18 de mayo del 2020 el presidente anunció la creación del plan “Saludablemente”, que se empezó a llevar a cabo muy posteriormente, en julio, un proyecto que tardó mucho en implementarse además, a sabiendas que aún ni siquiera contamos con una Ley de Salud mental integral.
Desde una perspectiva de derechos, la necesidad de visibilizar y reparar aquella dolorosa fragilidad psíquica que quedó develada en estos últimos 3 años, es imperiosa. Sin ánimo de patologizar todo aquello que constituye cierto conjunto de nuevas modalidades del malestar ( “nuevas” pues muchas de ellas se arrastraban antes de la pandemia y de la revuelta social, sin embargo, con la aparición del COVID 19 quedaron totalmente al descubierto), es de primera importancia que no deje de haber mayor ímpetu en acercar diferentes dispositivos de salud mental a las y los sujetxs; insistimos en que las gestiones de los últimos gobiernos han sido paupérrimas respecto a esa materia, no obstante, no podemos esperar más.
Como profesionales de la salud nos ubicamos desde una posición activa en tanto a poder ir a escuchar y acompañar a quienes requieran de parte nuestra que sus demandas psíquicas sean acogidas. Al mismo tiempo, destacamos la importancia del trabajo de a varios, de modo tal que podamos construir lecturas a la altura de esto inédito, poder hacer lugar a estos sufrimientos aparentemente nuevos, y desatendidos desde las esferas de poder.
Por Mariela Malhue