Por: Catalina Rivera, Licenciada en psicología, Universidad Andrés Bello
Desde generaciones anteriores podemos analizar e identificar ciertos patrones sociales, acerca de lo que es aceptable según las clasificaciones de género, encasillando conductas y expresiones entre femenino y masculino, tanto en aspectos de la vida privada, como también en la vida pública, en ámbitos sociales, laborales y educativos. Se estableció una norma sobre la realidad, que define los roles que cada género debía cumplir y obedecer, siendo relegados todos los grupos de personas que no se adecuaran a esa estructura rígida y mayormente conservadora.
Como sociedad hemos ido avanzando y progresando respecto a nuestra cultura y las ideologías preestablecidas sobre las identidades de género. No solo en base a lo que significa pertenecer a una u otra, sino que, también, se han ido derribando las ideas preconcebidas de que existen solo dos géneros. Gracias a los movimientos sociales, como los feminismos y la comunidad LGTBIQ+, y el activismo político hacia el que se han enfocado, se han posibilitado espacios para que otros colectivos sean escuchados, entre ellos, las personas identificadas como trans, bigénero, agénero, género fluido, entre otros. Sin embargo, a pesar del gran avance que se ha logrado, reflejado, por ejemplo, en la Ley de identidad de género (2018), aún hay dimensiones que requieren un enfoque específico dentro de la salud mental, como lo es el malestar que conlleva el proceso de identificación durante la adolescencia.
Como individuos insertos en una cultura, definida por contextos y tiempos en constante devenir, y considerando lo planteado por Del Valle (como se citó en Colás y Villaciervos, 2007) cuando menciona que «las representaciones culturales son un conjunto de ideas, creencias y significados empleados por la sociedad para estructurar y organizar la realidad» (p. 37), es fundamental comprender cómo opera la relación entre los niños, niñas y adolescentes, y esta realidad que les rodea. Vislumbrar en profundidad los mecanismos que conllevan el proceso identitario durante la adolescencia, discernir qué factores son los que acarrean malestar entre elles, y cuáles generan una relación posible sobre la imagen que van construyendo y que puede ir transmutando constantemente.
Para esto, podemos relacionar las dimensiones que integran la subjetividad de cada individuo en conjunto a las clasificaciones de género, y así comprender la magnitud del impacto que acarrea en la vida de los y las adolescentes el interiorizar los estereotipos de género impuestos. Es posible clarificar esto con lo propuesto por Ortega (1998) al encuadrar parte del imaginario colectivo en cuatro contenidos de identidad de género: cuerpo, habilidades intelectuales, carácter e interacciones sociales.
Es innegable la importancia que se le da al cuerpo, y no solo en la adolescencia si no que es una temática constante hasta en la vida adulta; vivimos en una sociedad en que el aspecto físico puede definir la forma en que nos relacionamos con las y los. Y es en este marco, donde se observan de forma más tangible los estereotipos impuestos desde etapas anteriores al completo desarrollo del individuo, sobre lo que significa ser femenina, las expectativas y denominaciones que van de la mano con este concepto, donde la belleza no viene sin un coste en la salud (tanto física como mental), aumentar o eliminar lo necesario para cumplir con esos estándares impuestos arbitrariamente, y que en algunos espacios parece ser, si bien no el único, sí uno de los indicadores prevalentes de cierta validez interpersonal. Como lo indica Freixas (2000) el problema no es lo que hacemos para cumplir con lo señalado femenino, sino que es en la falta de elección donde reside la verdadera problemática.
Y, por otra parte, en base a una clasificación que se enmarca en términos binarios, se entiende la masculinidad como la contraparte a cualquier rasgo que se considere femenino, es decir, mientras a este último se le atribuyen los rasgos representativos de sumisión, fragilidad, ligado a la emotividad, destinando una responsabilidad implícita en el género femenino acerca del cuidado de un otro, por sobre el de sí mismas. En cambio, lo masculino se asocia a nociones de poder, fuerza y autoridad, atribuyéndosele ideales de éxito, inteligencia y racionalidad, quedando en el lado desfavorecido lo femenino, lo cual se visibiliza aún más en los roles de género que se le otorga a cada uno, tanto en la intimidad, siendo el rol femenino el responsable de otorgar los cuidados, así conlleve postergarse en lo personal y/o profesional; como también, en la vida pública, reflejado en aspectos como la brecha salarial entre hombres y mujeres, o la diferencia de oportunidades y espacios habilitados para cada uno de los géneros, desigualdad que se acentúa en las personas con identidades de género diversas y que no se clasifiquen dentro de este modelo binario.
De igual manera, este modelo hegemónico se ve reflejado en el ámbito de las habilidades intelectuales. En este aspecto, el avance con relación a las diferencias desproporcionadas de las expectativas en los roles de cada género ha disminuido respecto a décadas anteriores, lo que se refleja sobre todo en espacios públicos donde predominaban particularmente los hombres, y ahora se han abierto a mayores diversidades. Sin embargo, hoy en día, prevalecen ciertas concepciones respecto a las clasificaciones de género, en que se entiende como sinónimo de éxito, racionalidad y autosuficiencia a lo masculino, dejando tanto lo femenino, como los otros géneros no encasillados dentro de esos patrones, en áreas relacionadas a lo emocional, la dependencia y, con mayor énfasis, el cuidado de otras y otros. Es en base a esta dimensión dentro de la identidad de género, donde pueden recaer con mayor énfasis, las expectativas a futuro de las y los adolescentes, sobre sus proyecciones e ideales personales y profesionales, factor fundamental en la motivación durante esta etapa del desarrollo. Y es, precisamente, en este punto, donde es crucial una correcta intervención del entorno educativo, para analizar hasta qué punto las y los adolescentes presentan malestar sobre estas proyecciones, tanto para entender el origen, como para implementar metodologías que contribuyan a disminuir los posibles malestares asociados.
Otro marco para tener en cuenta es el carácter o, comprendido desde otros enfoques, la inteligencia emocional, el cómo procesan y a su vez expresan (o reprimen) sus afectividades las y los adolescentes. Bonino (2000) explica cómo el modelo masculino ha impuesto el paradigma de la normalidad y salud, provocando la patologización, una relación con la anormalidad, a todo lo que no se pueda encuadrar en este modelo. Y así mismo, causando que se invisibilicen ciertas conductas que, al ser normalizadas en la cotidianidad, pueden perpetuar dinámicas de violencia sobre colectivos que no forman parte de los grupos dominantes. Dicho de otro modo, el consentir, ya sea de forma activa o por omisión, la violencia física y/o simbólica de los y las adolescentes hacia otros géneros, desde un esquema donde se entiende lo masculino desde la dominancia/agresividad, se contrapone a la concepción de la equidad, de la idealización colectiva de libertad, y el derecho e integridad de las diversidades.
Por último, en la dimensión de las interacciones sociales, es central prestar atención a los estereotipos que puedan internalizar los y las adolescentes, respecto a las formas de comprender y relacionarse con un otro. En esta etapa, generalmente, es cuando se produce el despertar de la sexualidad y se delimitan atributos dentro de su mundo de intimidad, lo que a su vez impacta en las interacciones sociales. Y que, a pesar de estar en un contexto cultural donde la sexualidad se vive y expresa con mayor libertad, aún prevalece significativamente un modelo heteronormativo, con los estereotipos que eso implica: el hombre como agente activo y la mujer cosificada en pos del consumo masculino. Así como también, en una idealización de las parejas heterosexuales como parámetro de normalidad, asentando las creencias discriminatorias, e invisibilizando el malestar que puede originarse en los y las adolescentes que no se identifiquen con este modelo, aún más si en su entorno hay una carencia de espacios abiertos a la escucha y personas predispuestas a guiarles y que, por el contrario, como es posible advertir en algunos ambientes familiares y educativos, se practique la desinformación y/o discriminación sobre las diversas identidades de género y de sexualidad.
«En la construcción del imaginario adolescente […] deben analizar las dificultades derivadas del fracaso del orden simbólico y la degradación de nuestra cultura, incapaz de articular identidad y alteridad, igualdad y diferencia» (Martínez, Bonilla, Gómez y Bayot, 2008, p. 117). Es esencial profundizar en cómo se integran todas las dimensiones mencionadas en la construcción de identidad de género de los y las adolescentes, para comprender el mecanismo de interiorización de estereotipos de género y, así, poder intervenir en los malestares generados a partir de esto, aumentando las redes de apoyo disponibles en espacios públicos, como también, la realización de protocolos de ayuda y prevención de conductas de riesgo que deriven de los conflictos ocasionados por la interiorización de estereotipos de género entre los y las adolescentes.
Referencias
Bonino, L. (2000). Varones, género y salud mental: Deconstruyendo la “normalidad” masculina. En M. Segarra y A. Carabí (Eds), Nuevas Masculinidades (pp. 41-64). Icaria.
Colás, P. y Villaciervos, P. (2007). La interiorización de los estereotipos de género en jóvenes y adolescentes. Revista de Investigación Educativa, 25(1), 35-58.
Freixas, A. (2000): Entre el mandato y el deseo: el proceso de adquisición de la identidad sexual y de género. En C. Flecha y M. Núñez (Eds.), La Educación de las Mujeres: Nuevas perspectivas (pp. 23-32). Secretariado de publicaciones de la Universidad de Sevilla.
Martínez, I., Bonilla, A., Gómez, L. y Bayot, A. (2008). Identidad de género y afectividad en la adolescencia: asimetrías relacionales y violencia simbólica. Anuario de Psicología, 39(1), 109-118.
Ortega, F. (1998). Imágenes y representaciones de género. Asparkía. Investigación Feminista, 9, 9-19.