En los últimos años, la salud mental ha sido motivo de mayor atención pública, existiendo más información acerca de su relevancia en la vida de las personas y en el colectivo social. Dentro de esta información encontramos lamentables cifras, las que dan cuenta de un aumento creciente de las problemáticas de salud mental en nuestra población.
Sin ir más lejos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ubica a Chile muy por sobre el promedio mundial en problemas de salud mental, estando entre los países con mayor carga de morbilidad por enfermedades psiquiátricas en el mundo (23,2%). Casi un tercio de la población mayor de 15 años ha sufrido un trastorno psiquiátrico en su lapso de vida, siendo la ansiedad la más prevalente, seguida de depresión mayor y trastornos por consumo de alcohol. En niños, niñas y adolescentes, la prevalencia de un trastorno psiquiátrico es de 22,5%. Asimismo, de acuerdo a este organismo, Chile cuenta con las mayores tasas de suicidio en adolescentes (Vicente, Saldivia y Pihán, 2016).
Frente a estas cifras, la pregunta que surge es la siguiente: ¿por qué en Chile existe tanta prevalencia de problemas en la salud mental? Interrogante que necesariamente nos remite a la intersección entre esta, la cultura y la sociedad en la que vivimos.
Más allá de las definiciones que existen de salud mental, las dificultades en esta área hablan del sufrimiento psíquico y el malestar subjetivo en una época determinada. En este sentido, cada época es productora de ciertos síntomas que develan, de una u otra forma, el tipo de sociedad, su modelo político y económico, y las dinámicas sociales que derivan de este.
Vivimos en una sociedad regida por el modelo neoliberal. En términos generales, podríamos decir que, bajo este modelo, se ha acentuado una política económica que enfatiza la macroeconomía y lo tecnocrático, disminuyendo la intervención del Estado en la esfera de lo económico y social, a través de la defensa del libre mercado. Es principalmente el mercado el garante del equilibrio institucional y el crecimiento del país. La economía, entonces, se considera el principal motor del progreso y, por tanto, se privilegia el desarrollo económico, al que deberán subordinarse todo el resto de los aspectos de la vida.
En este escenario, ¿cuál es el valor que adquiere el sujeto? Su valor estaría en su capacidad de producir y consumir, transformándose en capital humano y siendo medido por lo que obtiene y por lo que gasta. El sujeto neoliberal se encuentra direccionado por el individualismo y la competitividad.
El sistema neoliberal promueve la cultura del exitismo, del mérito propio, de la competencia por sobre la colaboración. En esta cultura de la competencia, el otro aparece como obstáculo de lo propio: viene a quitarme algo o bien es un otro que viene a mostrar todo lo que el sujeto por sí mismo no ha podido conseguir a pesar de su esfuerzo. Asimismo, la ausencia de lo colectivo, nos conduce a significar los problemas como relevantes solo en la medida en que afecta mi individualidad, lo que promueve el resquebrajamiento de lo interpersonal.
Desde esta cultura del individualismo y la competitividad, emerge la figura del «emprendedor» y una serie de construcciones amparadas en la denominada psicología positiva, cuyo lema es “la felicidad depende de ti”, la que responsabiliza al individuo de su éxito o fracaso, sin tener en cuenta nada de su entorno. En este sentido, estamos en una sociedad poco protectora, en donde todo depende de la propia persona, lo que la encamina hacia una sobrecarga física y mental extrema.
De este modo, tenemos, por un lado, un sujeto más exigido para cumplir con los ideales de un modelo que hizo propio; por el otro, un sujeto más aislado, en tanto que el otro pasa a ser un competidor, lo que promueve el debilitamiento de los lazos sociales, generando altos niveles de malestar subjetivo.
Ahora bien, el consumo -eje del sistema─ debe mantenerse sin parar, y para ello es fundamental la inundación de la publicidad para promover nuevas y constantes necesidades. Por medio de la publicidad, todo se constituye en objeto de consumo, el que se debe obtener de forma inmediata. La publicidad está en todos lados con el fin de invadir absolutamente la atención de las personas, a quienes les será difícil escapar de los intereses del mercado.
Junto con lo anterior, en nuestro actual sistema, la protección social más bien se compra y las personas que no pueden hacerlo constituyen un “gasto” para el Estado. Las políticas de protección social tendientes a garantizar un “piso mínimo equitativo” constituyen un gasto dentro del modelo y por tanto son precarias, lo que promueve altos niveles de desigualdad en cuanto al acceso a salud, educación, vivienda y cultura.
Este modelo económico tiende a descuidar la calidad de vida de las personas, aquella calidad de vida que se visualiza en lo diario y cotidiano y que es posible mediante condiciones materiales más equitativas. En efecto, la desigualdad e inequidad social, sin duda, van a afectar la salud mental.
En este sentido, más que pensar la salud mental como un constructo que apela a trastornos individuales, es necesario pensar el malestar y el sufrimiento de las personas en el contexto de una sociedad determinada, en el entendido que los factores económicos, políticos y sociales tiene un efecto directo sobre las subjetividades.
Por Valery Dawson
Referencias
Vicente, B., Saldivia, S. y Pihán, R. (2016). Prevalencias y brechas hoy; salud mental mañana. Acta bioethica, 22(1), 51-61. https://scielo.conicyt.cl/pdf/abioeth/v22n1/art06.pdf